No abandonamos al jurista en cuestión, ya que es el responsable del prólogo del tomo recopilatorio ¡Así que la vida era esto! El texto, como pueden imaginar, es un tocho que, afortunadamente, el amigo Edu amenizó con sus brillantes –y certeras- ilustraciones. Aquí queda la cosa.
Disculparán ustedes que quien estas líneas escribe no pueda ser demasiado objetivo a la hora de hablar de este segundo recopilatorio de las tiras de Becarios. Ya de por sí resulta difícil mantenerse neutral cuando le honran a uno con el encargo de prologar este tomo, pero además se da la circunstancia de que he tenido la suerte, la buena suerte, de asistir al nacimiento de la tira y a su posterior desarrollo, sustanciada a lo largo de una década. Semana a semana entre 2000 y 2009 he sido un lector asiduo de las evoluciones de los personajes surgidos del fértil cerebelo de Eduardo González Rodríguez y he tenido la suerte, la inmensa suerte de ver evolucionar y crecer a las criaturas y a su progenitor.
En Becarios, Eduardo ha sabido hacer dos cosas que no están al alcance de cualquiera. Por un lado, ha captado de forma magistral lo que es la vida universitaria, a través de las andanzas de profesores, estudiantes y administrativos salidos de las carreras más dispares. Por otro, ha conseguido, con una tira semanal, crear unos personajes sólidos con los que resulta inevitable identificarse y hasta encariñarse, pero además ha hecho algo aún más difícil: como si de la vida real se tratase, Emilio, Marga, Cristina, Pedro… han cambiado a lo largo de los años. Les hemos visto ingresar en sus respectivas carreras, superar con mayor o menor fortuna cada curso, licenciarse (o graduarse, que es como dicen los “bolonios” que hay que llamar a estas cosas), afrontar unas oposiciones, tener hijos, casarse, etcétera. Eso los hace más cercanos, porque al igual que los que estamos a este lado de la viñeta, los personajes han madurado y asumido las responsabilidades inherentes a ese proceso vital, hasta el punto de que algunos, como Lola o Chus, se hayan visto seducidos por el lado oscuro de la tiza, convirtiéndose a su vez en docentes. Siendo justos, también hay que decir que alguno que otro ha permanecido inalterado a lo largo de los años, como el entrañable Paco Cascorro, eterno no-habitante de las aulas de la Facultad de Derecho por el que, lo confieso, siento cierta debilidad por aquello de compartir la carrera jurídica. Sin embargo ¿quién no ha tenido nunca a un conocido que se resistiera con uñas y dientes a crecer? Ahí radica otra de las mayores virtudes de la tira: uno se identifica con los personajes porque reconoce y se reconoce en ellos.
Decía Albano González, prologuista del primer recopilatorio de estas tiras, que Becarios constituía un perfecto bestiario de lo que era la universidad española y tenía razón. Cualquiera que haya cursado al menos un año académico en una institución de esas características se habrá topado con un catedrático como el señor Parra, con un doctorando como Blas (personaje por el que albergo el sentimiento de solidaridad común a todos los que hemos vivido la tarea de escribir una tesis), con un vago redomado como el mentado Paco (al que siempre se mira con esa mezcla de vergüenza ajena y envidia no confesada que implica el preguntarse si, en el fondo, ese viva la vida que empalma una juerga con otra no estará empleando mejor su tiempo que quien se quema las pestañas en los libros día sí y día también) o con un grupillo de amigos con los que se crean lazos que duran toda la vida. Con ello, Eduardo logra acercar la vida universitaria, la Universidad misma, a la sociedad a la que pertenece y que a veces la percibe como una institución demasiado lejana en muchos aspectos. Sin embargo, también consigue que los universitarios aprendamos a reírnos de y con nosotros mismos, cultivando indirectamente la virtud de la sana crítica. Porque, no hay que llamarse a engaño, Becarios es una tira cómica, pero trata de un tema tan serio como es el de la educación superior y, muchas veces entre líneas, su autor ha sabido meter el dedo en ciertas llagas que, por su existencia, son ya casi parte integrante del paisaje.
Corto aquí, que ya he dado bastante la murga por hoy. Espero que disfruten de este viaje tanto como lo he hecho yo.
En Becarios, Eduardo ha sabido hacer dos cosas que no están al alcance de cualquiera. Por un lado, ha captado de forma magistral lo que es la vida universitaria, a través de las andanzas de profesores, estudiantes y administrativos salidos de las carreras más dispares. Por otro, ha conseguido, con una tira semanal, crear unos personajes sólidos con los que resulta inevitable identificarse y hasta encariñarse, pero además ha hecho algo aún más difícil: como si de la vida real se tratase, Emilio, Marga, Cristina, Pedro… han cambiado a lo largo de los años. Les hemos visto ingresar en sus respectivas carreras, superar con mayor o menor fortuna cada curso, licenciarse (o graduarse, que es como dicen los “bolonios” que hay que llamar a estas cosas), afrontar unas oposiciones, tener hijos, casarse, etcétera. Eso los hace más cercanos, porque al igual que los que estamos a este lado de la viñeta, los personajes han madurado y asumido las responsabilidades inherentes a ese proceso vital, hasta el punto de que algunos, como Lola o Chus, se hayan visto seducidos por el lado oscuro de la tiza, convirtiéndose a su vez en docentes. Siendo justos, también hay que decir que alguno que otro ha permanecido inalterado a lo largo de los años, como el entrañable Paco Cascorro, eterno no-habitante de las aulas de la Facultad de Derecho por el que, lo confieso, siento cierta debilidad por aquello de compartir la carrera jurídica. Sin embargo ¿quién no ha tenido nunca a un conocido que se resistiera con uñas y dientes a crecer? Ahí radica otra de las mayores virtudes de la tira: uno se identifica con los personajes porque reconoce y se reconoce en ellos.
Decía Albano González, prologuista del primer recopilatorio de estas tiras, que Becarios constituía un perfecto bestiario de lo que era la universidad española y tenía razón. Cualquiera que haya cursado al menos un año académico en una institución de esas características se habrá topado con un catedrático como el señor Parra, con un doctorando como Blas (personaje por el que albergo el sentimiento de solidaridad común a todos los que hemos vivido la tarea de escribir una tesis), con un vago redomado como el mentado Paco (al que siempre se mira con esa mezcla de vergüenza ajena y envidia no confesada que implica el preguntarse si, en el fondo, ese viva la vida que empalma una juerga con otra no estará empleando mejor su tiempo que quien se quema las pestañas en los libros día sí y día también) o con un grupillo de amigos con los que se crean lazos que duran toda la vida. Con ello, Eduardo logra acercar la vida universitaria, la Universidad misma, a la sociedad a la que pertenece y que a veces la percibe como una institución demasiado lejana en muchos aspectos. Sin embargo, también consigue que los universitarios aprendamos a reírnos de y con nosotros mismos, cultivando indirectamente la virtud de la sana crítica. Porque, no hay que llamarse a engaño, Becarios es una tira cómica, pero trata de un tema tan serio como es el de la educación superior y, muchas veces entre líneas, su autor ha sabido meter el dedo en ciertas llagas que, por su existencia, son ya casi parte integrante del paisaje.
Corto aquí, que ya he dado bastante la murga por hoy. Espero que disfruten de este viaje tanto como lo he hecho yo.