Siempre he sido un admirador recalcitrante de Ambrós. Para mí ha sido, incluso desde sus inicios, una de las firmas más sugerentes y atractivas del cómic clásico español. El estilo alegre y brioso del soberbio artista valenciano me atrapó para siempre cuando, siendo muy niño, fui un seguidor impenitente de “El Jinete Fantasma”, una saga que ya poseía en su esencia toda la potencia gráfica que, en años venideros, sería característica de su especial manera de hacer tebeos. La fuerza narrativa de Ambrós, desde sus inicios, a pesar de su sencillez, me resultaba curiosamente inimitable. Ello propiciaba que, de un solo vistazo, pudiera dilucidar si una viñeta estaba enteramente realizada por la mano del dibujante o si había recibido algún tipo de ayuda tanto en el entintado como en la ejecución de fondos. El increíble pincel de Ambrós, que manejaba con una destreza inigualable colocando las manchas en los lugares precisos, insuflaba a sus figuras un poderoso hálito de vida que captaba de inmediato la atención de sus lectores.
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